Enlace al artículo completo. Asistimos aturdidos, perplejos y desconcertados a la guerra en Ucrania que nos está tocando de cerca, y que también nos está tocando el bolsillo. Estos días, en mi puesto de trabajo, he visto de cerca los rostros de tres familias ucranianas que han huido de su ciudad bombardeada, Járkov. He visto rostros muy tristes, miradas esquivas y escuchado un silencio amargo mientras comíamos juntos en el comedor. Personas y familias civiles inocentes que, de la noche a la mañana, han perdido sus casas, hogares, a familiares y amigos, sus hábitats, su forma de vivir. Como en otros 34 conflictos armados en el mundo: Siria, Libia, Somalia, Sudán del Sur, RDC, Mali, Afganistán, Armenia, Israel-Palestina, Yemen, Colombia etc.
Ante esta cruda realidad, nos surgen preguntas de hondo calado humano y ético: ¿cómo es posible que no aprendamos del dolor, sufrimiento y destrucción de las guerras pasadas y actuales? ¿qué fuerza misteriosa puede motivar tal violencia, muerte y destrucción?